martes, 31 de julio de 2012

Barcelona.

No había en toda Barcelona un solo lugar en el que ella no pensara en él. Rodeada de gente prestándole atención todo el día, a penas podía detenerse a meditar. Sin embargo lo tenía clavado en su fuero interno a cada instante, presente como si lo tuviese al lado, cogido de su mano. Las ramblas, atestadas, se borraban de sus ojos. No veía a nadie, sólo sombras oscuras avanzando, a un lado y al otro. Conversaba y reía sabiendo que, en realidad, no se encontraba allí. Quería compartir todo eso con él y su alma se había quedado en aquella cama, con las sábanas medio quitadas, deshecha y mojada de sudor. Las luces cegaban sus ojos, la música resonaba en sus oídos y se decía "si él estuviera aquí, le haría bailar", "si él estuviera aquí, me abrazaría a él y no me despegaría en toda la noche". Restaurantes, pubs, discotecas, playa, coches y más coches, bares, gente, tiendas, los paisajes a través de la ventanilla. Todo giraba lentamente, el reloj parecía haberse estropeado. No entendía cómo no podía estar disfrutando plenamente. "Ni siquiera le entiendes" -se repetía cada vez que colgaba el teléfono- "Te llevas mejor con las ciudades que con las personas, este es tu lugar. Éste, y Madrid, y París, y Roma, y Florencia." Pero no se convencía. Le deseaba sin quererlo, casi sin notarlo, sin darse cuenta, como si él fuese un tatuaje en su piel. Buscaba su figura en cada esquina, en cada habitación, como si de verdad fuese a aparecer de un momento a otro. Se despertaba girándose esperando encontrarlo. Soñaba con sus besos rodando por su espalda, su lengua, ¿dónde estaría su lengua? Sus ojos, ¿a quién mirarían ahora? Su pelo, ¿rozaría algun otro pecho? Y finalmente, carretera. Volvió a la ciudad blanca, al calor asfixiante, a la vida diaria. Todo seguía igual. Caminaba sin rumbo, entreteniéndose con cualquier excusa, mirando el reloj, siempre mirando el reloj. Pulía las calles con sus zapatos, se engalanaba de arriba a abajo. Tenía que estar perfecta. "Por si acaso viene y me sorprende", pero él no venía y al acabar el día sólo le quedaba un maldito teléfono en el que escuchar su voz a 600 kilómetros de distancia. Se le congelaba el corazón con cada sílaba y cada sílaba le parecía peor, fuera de lugar, cruel, mordaz. Celos y tristeza en solo unos instantes y callaba, por no llorar, por no gritar. Era pésimo su estado, no era capaz siquiera de desabrocharse el vestido sin sus manos. Y ciertamente, no le gustaba sentir tan fuertemente que le necesitaba para todo.
"Le regalaré una brújula para que encuentre siempre el camino hasta mí" -pensó.

1 comentario:

Weronika Mlocek dijo...

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