sábado, 8 de enero de 2011

A

El simple hecho de estar mirándote o el simple hecho de recordarte... dos sensaciones distintas, dos tiempos distintos -presente y pasado- y, sí, son distintas. Ahora recuerdo tu piel bañada por el sol, al lado del océano. Tenías el cuerpo lleno de arena, arena que te hacía brillar como si fueras una perla preciosa. Estábamos muy juntos, ahogados por el calor del sol y por el calor que sentíamos al mirarnos. Vi un tu mirada una luz tan intensa, un brillo tan etéreo que me dejó sin habla. Mis dedos recorrían tus manos debajo de la toalla, pero no querían hacer eso. Y mi boca tampoco quería estar quieta. Un escalofrío me recorrió, me hubiese abalanzado sobre ti si no hubiese habido tanta gente alrededor. El azul del mar no era nada comparado con el verde de tus ojos.
Otro día, un día cualquiera, uno de miles. Estábamos acostados sobre la cama. Dormías. Dormías y yo te miraba de reojo, simulando que leía un libro, por si acaso te despertabas y me veías ensimismada en ti. Tu piel desnuda resplandecía blanca, mientras la luz del día se asomaba por mi ventana. Hubiese dado cualquier cosa por parar el reloj en ese mismo instante.
Noche, a oscuras, en lo alto de la ciudad, divisándola por entre los árboles. Y tú, tú y yo y una cámara. Y el viento. Hacía mucho viento. Estabas realmente sublime.
Día, vestido de blanco y beige, con el flequillo tan largo como a mí me gusta. Perfecto. Una mota de perfección entre la multitud. Una sonrisa cautivadora.
Tú, desnudo, con vaqueros y camisa y unos zapatos que no van a juego. O tú, con el pelo y el cuerpo mojado, o tú, cubierto de sudor tras correr largo rato. O tú, mirándome al otro lado de la mesa de madera de aquel restaurante, sonriendo. O tú, sin afeitar, sin depilar, vestido con tu pijama a rayas azules y con el pelo deshecho. O tú, acabado de despertar. O tú, un sábado por la noche, a la luz de la luna llena. Perfecto, con cada letra, con cada sonido. Per-fec-to. Separado o junto, da lo mismo. Increíble, sensacional, maravilloso. Tú.