Otro día, un día cualquiera, uno de miles. Estábamos acostados sobre la cama. Dormías. Dormías y yo te miraba de reojo, simulando que leía un libro, por si acaso te despertabas y me veías ensimismada en ti. Tu piel desnuda resplandecía blanca, mientras la luz del día se asomaba por mi ventana. Hubiese dado cualquier cosa por parar el reloj en ese mismo instante.
Noche, a oscuras, en lo alto de la ciudad, divisándola por entre los árboles. Y tú, tú y yo y una cámara. Y el viento. Hacía mucho viento. Estabas realmente sublime.
Día, vestido de blanco y beige, con el flequillo tan largo como a mí me gusta. Perfecto. Una mota de perfección entre la multitud. Una sonrisa cautivadora.
Tú, desnudo, con vaqueros y camisa y unos zapatos que no van a juego. O tú, con el pelo y el cuerpo mojado, o tú, cubierto de sudor tras correr largo rato. O tú, mirándome al otro lado de la mesa de madera de aquel restaurante, sonriendo. O tú, sin afeitar, sin depilar, vestido con tu pijama a rayas azules y con el pelo deshecho. O tú, acabado de despertar. O tú, un sábado por la noche, a la luz de la luna llena. Perfecto, con cada letra, con cada sonido. Per-fec-to. Separado o junto, da lo mismo. Increíble, sensacional, maravilloso. Tú.