miércoles, 4 de enero de 2012

She.

Ella se miraba los brazos llenos de cortes y arañazos. No había sido capaz de cortarse bien, le faltaban fuerzas. ¿Hasta cuando tendría que estar magullándose para mitigar el dolor? ¿Cuántas noches más tenía que pasar en vela? ¿Cuántos ataques más? ¿Cuántas pesadillas le quedaban? Las cosas no podían seguir así. Le hubiese gustado ponerse a gritar en aquel mismo momento, o tomarse aquellas pastillas en las que tanto había pensado. Pero se repetía una y otra vez que tenía que ser fuerte, que eso era lo que él quería, verla destruida y amargada y que no pensaba servirle su cabeza en una bandeja de plata. Había momentos en que las fuerzas para seguir venían, sobretodo acompañadas de palabras de otras personas que la animaban y le decían que no valía la pena. Pero las noches eran largas, largas y frías. Y si se sentaba en el suelo con un cuchillo en la mano mientras trataba de respirar lo único que podía hacer era intentar que el dolor interior se fuera gracias al dolor físico. A veces lo conseguía. Era consciente, sin embargo, de que su madre no tardaría en darse cuenta de que cada día comía menos y de que hacía constantes visitas nocturas al baño y a la cocina. Y tenía miedo de que ese momento llegara. No quería que le volvieran a decir que estaba loca o que tenía depresión. No le hacían falta médicos para decirle algo así. Eso ya lo sabía. Y no quería pastillas, no quería que le dieran pastillas porque si se las daban era capaz de tomarse la caja entera de golpe. Sólo quería paz, sólo buscaba paz, pero sabía que el odio seguía fluyendo por sus venas, ardiendo y ardiendo sin cesar. Y lo peor era que no estaba segura de dónde iba a meterlo si seguía creciendo porque a ella, ya no le cabía más. 

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